Y se alejó, por las calles de
tierra que entierran momentos felices y
te llenan de olvido, un rato después de haber sido ella por última vez. Salió a
veranear en los últimos días de marzo y no regresó, para cuando el invierno se
insinuó con un bisturí contando la piel, ella ya tenía un abrigo colgando en su
espalda, y en su dignidad.
Nunca ni siquiera atinó a dar
vuelta la cabeza para mirar hacia atrás. Su moral dibujó una sonrisa perfecta
tras el eco de la última mentira, y los monstruos de la civilización, en un
claro gesto de complicidad, cubrieron de cemento aquellas calles de tierra para
que a nadie se le ocurra cavar y hurgar entre recuerdos felices, para que nunca
se transformen en caminos de melancolía, todo en pos del progreso.
Y dejaron de ser. Los besos de
pez antes de dormir, el mal humor al despertar, el gesto del tío antes de
partir. Las vueltas de tuerca, las páginas en blanco, los abrazos de un oso
polar. Las palabras que hacen la guerra, las lágrimas que salan los labios, los
silencios que hacen la paz. Las mascotas rescatadas, la mano en el hombro, las
medias con par. Dejaron de ser las palabras que dicen y dicen, que a base de
promesas escriben historias de nunca acabar. Ahora al final de la calle hay un
punto.
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